Poemas



6 ago 2009

Los Ejércitos ( Evelio Rosero)



Hay libros que uno quiere aún antes de haberlos leído. Un artículo sobre Los Ejércitos en la revista Semana me había convencido de las bondades de la novela. La verdad no sé si fue la nota en sí o mi predisposición romántica, pero la descripción de un escritor incansable, autor de una novela que ya se estaba perdiendo en la indiferencia de su propio país, y de su mujer, una traductora decidida a llevarla al inglés para poder trascender el olvido, me hicieron defensor de su causa. El reconocimiento que le dio The Independent como mejor novela traducida en Inglaterra coronaba el empeño de la pareja: me imaginaba a Evelio apoyado en la entrepuerta de la cocina, dándole vueltas a una taza de té que no se decidía a tomar, mientras su mujer ponía los platos sobre la mesa en un silencio que finalmente ella rompía con un “ya Evelio, no lo pienses tanto, sigue, acaba esa novela, no te preocupes que comeremos pasta otro año más”; me lo imaginaba acostado sobre el tapete de la sala, con los pies en el sofá, nervioso, mientras su mujer leía el primer borrador con un lapicito rojo en la mano que usaba de vez en cuando para anotar los pasajes que le parecían confusos o que necesitaban ser un poco más trabajado y cuando Evelio escuchaba el trazo rápido quería saber de inmediato qué era lo que ella juzgaba inacabado. En fin, esas escenas familiares imaginadas me hicieron querer la novela antes de haberla leído.

Y de hecho, se la regalé de cumpleaños a mi papá seguro de que la iba a adorar. Y le gustó. Así que no me quedaba más que leerla a mí.

El día en que la compré me llevé una sorpresa. La novela había ganado también el premio Tusquets en el 2006 y las obras de Evelio Rosero estaban expuestas en un estante especial, casi en el centro de la librería. Tanto homenaje hacía evidente que Rosero no era un escritor habituado a la oscuridad. Tenía una serie de novelas de títulos llamativos que parecían haberse hecho campo en el ámbito literario (César me contaría más tarde que El incendiado, que Rosero había publicado en 1988, era una de sus novelas preferidas). Mi imaginación se había excedido, convirtiéndolo casi en un Kafka colombiano, o simplemente había leído mal la nota de Semana. De camino a casa me puse a dudar hasta de que la traductora fuese realmente su mujer.

Pero igual ¿qué cambia todo eso a la novela? Ahora que la tenía en las manos iba a fundirme sin más preámbulos en la lectura…

Rosero asume de entrada lo que tantos otros escritores colombianos se la pasan esquivando durante todas sus vidas (y de paso no hacen más): la herencia de García Marquez. Ese viejo trepado a una escalera en el patio de su casa para bajar naranjas y de paso, ver el cuerpo desnudo de su joven vecina, nos recuerda sin complejos al doctor Urbino de El Amor en los Tiempos del Cólera, en su subida fatal para atrapar al loro. Uno siente el peso inmediato de una historia marital de vieja data, en la que el amor se mezcla a la desilusión, tal cual Juvenal Urbino y Fermina Daza. Pero Rosero cuenta su novela en primera persona: Ismael es un viejo profesor cansado, al que sólo parece mantenerlo en vida el voyerismo. Su mujer, Otilia, lo acompaña casi de lejos, sin darle mucha importancia, aún a sus manías de viejo verde. Hay, obvio, también algo de El coronel no tiene quien le escriba, pero qué le vamos a hacer, García Marquez no puede monopolizar una realidad que parece congelada desde hace siglos y la violencia en el campo colombiano no ha terminado de ser contada. La inteligencia de Rosero es asumir ese legado de entrada, para poder hacerlo otra cosa. Por ningún lado se verán esas trampas básicas del realismo mágico© que tan bien fagocitó Isabel Allende.

Evelio Rosero es un escritor valiente. No pretende hacer una nueva biblia literaria, su novela es corta y sencilla, no hay lugar para narraciones paralelas, ni ramificaciones complejas. Sólo la belleza de una escritura directa y colorida, a veces, un corto juego formal, que a mi padre le hace recordar a Estaba la Pájara Pinta Sentada en el Verde Limón de Albalucia Ángel. Lo único que me molestó es la construcción demasiado literaria de sus diálogos.

Toda la novela está expuesta en sus primeras páginas: en un pueblo del sur de Colombia, aislado como casi todos, una pareja vive como puede los últimos días de sus vidas, que se esperan largos. La lascivia de Ismael es tal vez lo único que puede altercar la estrechez del día a día. De resto, lo de siempre: una toma guerillera con bombones de gas, un capitán del ejército que se hunde en la ebriedad de su propia rabia para asesinar a unos transeúntes desafortunados, la desaparición forzada de algunas personas del pueblo, quizás secuestrados por la guerrilla, quizás asesinados por los paramilitares… Lo de siempre. Es decir, esa atrocidad que se va convirtiendo en pan diario. Los Ejércitos es la historia de una población asediada por varios grupos armados, a veces identificados por sus prácticas propias de ejercer la violencia, pero que en últimas, son lo mismo: el asedio permanente, la imposibilidad de vida.

Uno de los múltiples meritos que tiene la novela de Rosero es que logra hacer sentir cómo la atrocidad se va diluyendo en la vida de un pueblo, hasta convertirse en un elemento rutinario. En algún momento me acordé de La Familia de Pascal Duarte de Cela, únicamente porque la narración está tan poblada de muertos y de desdicha que corre el peligro de parecer gratuita, inaceptable y hasta sensacionalista. Pero Cela mira desde arriba lo que Rosero trata de describir desde adentro. No es una denuncia ni una exposición sociológica. Él crea una verdadera emoción literaria. Por eso, tal vez, la vida de su personaje es finalmente altercada por esa rutina mortuoria: su mujer desaparece, llevándose la posibilidad de soportar en pareja el peso de una vida que nadie merece.

La narración sencilla de Los Ejércitos acaba magistralmente. Emilio descubre en el patio de su casa al hijo de su vecina, Eusebito, muerto, y la descripción se acerca un poco a aquella famosa de García Márquez,cuando las hormigas se llevan ese engendro de cola de marrano. Sólo que aquí el niño está muerto y una gallina se le acerca picoteando, demasiado cerca de su cara. No hay grandilocuencia. Pero Rosero, con mucha humildad e inteligencia, hace desembocar el cauce limpio de su trama en el río madre de Cien Años de Soledad, con su gran espiral girando sobre un eje que tal vez, algún día, acabará por partirse. Rosero indaga así por el fin y el principio de tanta violencia. Esa historia que no para de repetirse…

25 jul 2009

El Olvido que Seremos (Hector Abad Faciolince)



Me queda difícil medírmele a una novela que tiene marcado en su portada en grandes letras “veinteava edición”, como quién dice, vamos “peterete” cómprame y haz como los otros. Y sigo ese principio con mucho dogmatismo, como en muchos otros campos. Pero resulta que me quede sin lectura al final del rodaje y Vincent había acabado la suya. En una pasada por Bogotá él había ido a la Lerner para pedir consejo sobre un libro colombiano interesante y de escritura amena. Le recomendaron Demasiados héroes de Laura Restrepo y El Olvido que Seremos de Hector Abad Faciolince. El consejo fue muy sesudo. No sólo Vincent se pegó al libro durante unas semanas; el libro acabó pegándose a mí durante todo el vuelo de regreso a Bruxelas. Al llegar llamé a mi papá, que se mantiene con una alergia bastante comprensible a toda esta “paisidilla”, que la lectura de El Olvido que seremos se le hacía obligatoria si quería seguir hablando con su hijo y, además, si se decía tan seguidor de Carlos Gaviria, uno de los amigos del padre del autor. Porque ave maría, no todo puede ser arepa y orgullo nacional en la tierra del frijol…

La labor de Faciolince es bien difícil: remontar el dolor y la rabia que le producen el asesinato de su padre a manos de los paramilitares para poder acercarse al lector por un camino distinto al del trillado, comprensible y publicitado odio.

Disfruté con la mirada cariñosa de un padre que tiene razones de sobra para ser amado. Muchas veces sentí que habían trazos comunes con mi percepción de niño y supuse que el secreto de la locura militante de nuestros padres era su idealismo caluroso, contradictorio tal vez con la orden maoísta de abandonar la ciudad o el postulado izquierdista que obligaba a abandonar la familia, núcleo de la organización burguesa. Porque finalmente la ideología no es otra cosa, en este caso, que una postura ética mínima: ponerse en el lugar del otro. Y los dilemas lenino-marxistas-troskos se los deja uno a quién no tiene más oficio.

¿ Por qué un humanista tiene que aceptar el martirio en nuestro país ? El libro tiene el valor de hacer esta pregunta de frente. En lugar de perderse en un fácil y esperado elogio sin límite del padre, se escucha muchas veces la voz del hijo pidiendo mesura al compromiso sin estribos de su padre. Porque finalmente ¿ Todo eso para qué? ¿ De qué sirve tanto sacrificio ?

No hay respuesta. Imposible. Cada asesinado cree hasta el último segundo en su suerte para poder cambiar la de los demás.

Hay pequeños momentos en que la novela se repite o se estanca. El punto de vista del hijo no siempre es fácil de manejar, a veces se construye como el repaso personal hechos dolorosos del pasado y el lector no sabe con certeza dónde está “el ahora” de la narración. Pero la escritura es fluida y afortunada, sin obstáculo insalvable.

Un gran homenaje al padre.

Un padre que dejó de vivir por tomarse muy en serio lo de la salud “pública”, la inquietud por los demás.

Me gustaría saber qué piensa mi primo Jairo de la novela. Él es un gran médico, generoso y paciente, que hace de todo para ejercer su profesión sin que lo “privado” de las EPS lo asfixie. Y si alguien tiene una cadera en mal estado no duden en acudir a él. También es un gran médico generalista, pero la fila que le hace mi familia cada vez que nos reunimos es demasiado larga para ponerse esperar. Yo todavía estoy esperando a que me solucione una verruga...