Poemas



15 oct 2011

Al amigo que no hizo ruido al caer

Tengo una foto muy extraña de él. No sé exactamente cuando la recibí. Pero en esa época la eficacidad del email no lograba imponerse y aún se prefería la calidez de una carta. Mis amigos me escribían a mano y yo podía sentir en sus trazos la manera delicada en que iban haciéndome participe de sus alegrías y preocupaciones. Casi siempre me mandaban fotos para que pudiera verlos en momentos que de otra forma no hubiese conocido. La distancia podía poco con tanta determinación. Yo seguía siendo parte de los suyos.

En la foto, él está sólo.

Tiene una camiseta blanca, estampada con la figura de un hombre con sombrero de bombín que no logro identificar bien, pero en el que imagino fácilmente a John Lennon, un pantalón caqui de algodón y unos tenis negros que apenas pisa. Tiene los brazos cruzados como en cuatro: el izquierdo atraviesa su pecho para agarrar el codo del otro brazo, que cae en oblicuo sobre la entrepierna. Está de vacaciones en una gran playa del Caribe y la luz dorada de un atardecer que ya casi termina lo baña todo. Su sombra es muy larga y marca la arena en una línea que va más allá de los límites de la foto. Apenas se ven a lo lejos tres personas corriendo en fila hacia el mar y una pareja alejándose hacia unos edificios blancos que resaltan en una desordenada esquina.

Alrededor suyo no hay nada ni nadie. Ni gaviotas ni cangrejos. La persona que le tomó la foto está como mínimo a diez metros. Lejos, muy lejos. En medio del mar, la arena y el cielo que la noche comienza a engullir, Carlos Jaime se hace pequeño. Ese cabello recién cortado (yo me había despedido de él cuando no acababa de dejárselo crecer) le da un aire de niño que la barba en candado trata de modular, queriendo imprimirle cierta determinación. En el centro de la foto, su tímida sonrisa contrasta con lo que más me llama la atención: esa manera de ocupar el espacio como si estuviese en medio de una multitud que lo intimida, como si estuviese muy cerca de algo que no se puede ver.

Quizás sus miedos, sus sueños, sus fantasmas. Quizás todo eso que sólo él podía percibir y que escapaba a todos los demás: familia, amigos y desconocidos.
Su pose en la foto me parece muy característica. Me hace pensar en los centenares de páginas que nos dejó y en esa infinidad de conversaciones que entabló con cada uno de nosotros.

La última vez que lo vi, hace ya un tiempo, me pasó una recopilación de sus cuentos bajo el título de « Acordes – 13 notas disonantes » en un archivo de word. Yo le prometí leerlo con mucha atención para decirle con toda honestidad lo que pensaba, lo que me hacían o no sentir. Apenas llegué a mi casa los imprimí y los puse en un folder, esperando la ocasión apropiada. No quería hacerlo a las carreras, entre una u otra cosa. Quería leerlos con tiempo y dedicación.

Habíamos estudiado en el mismo colegio. Sin embargo no éramos amigos de ahí. Él cursaba tercero o cuarto de bachillerato cuando yo salía a cambiar el mundo en la Universidad Nacional. Allí conocí a su padre, del que me hice amigo inmediatamente. Fue a través de él que conocí poco a poco a su hijo. Como me gustaba escribir, Carlos Jaime padre me pasó dos cuentos de Carlos Jaime hijo. Dos cuentos que me recordaban mucho a Andrés Caicedo. No me acuerdo del segundo pero si de haber leído « Línea blanca mortal ». Sucedía en el mismo colegio en el que yo había cursado mi bachillerato. Sólo que la imagen que daba era tan distinta que durante mucho tiempo me pareció imposible que se tratara del mismo. Leyéndolo traté de elucidar lo qué era fruto de su imaginación. No sé bien por qué me empeñaba tanto en pretender saberlo. Pero finalmente estaba seguro: eso que describía tenía mucho más de Carlos Jaime que de mi colegio.

Mucho después, cuando por fin tuve la ocasión de volcarme en la lectura de sus cuentos, supe que me había equivocado. Gracias a sus temáticas y personajes recurrentes, entendí que Carlos Jaime describía una sola e indivisible realidad, esa que sólo él podía percibir. Y si en la primera lectura había tratado de proteger mi propio recuerdo del colegio, en ésta termine abdicando. La sensibilidad de Carlos Jaime me había invadido.

Esa nube oscura que desciende en algún momento en medio del patio para inundar la vida de sus personajes y hacer « neblina » por el resto de sus vidas, esa intuición que los adultos nos estaban mintiendo y que hacían todo por escondernos los más salvajes vacíos de la existencia, esa convicción en hacer suya la filosofía del rock con más ahínco y literalidad que las tablas de geometría, ese empeño en tratar de descubrir la posibilidad de otra vida, aún bordeando la esquizofrenia ; todo eso matiza hoy en día mi colegio, nuestro colegio, y sus personajes, quitándole un brillo inmerecido pero sobre todo poniéndolo en perspectiva con el resto de nuestras vidas : lo que siguió, lo que antecedió…

Nunca pude decirle esto a Carlos Jaime. Un mes después de haber terminado de leer los « Acordes » y antes de que me decidiera a llamarlo, supe de su muerte.

Hoy en día poco importa. Lo que importa es que sus cuentos estén allí como su pose en la foto: puertas de una sensibilidad propia que nos invita a redescubrir la adolescencia, ese momento crucial que tan rápidamente se relega para que no pueda estallarnos sus verdades en la cara.

Así como las situaciones recurrentes de sus cuentos, así como la letra de las canciones que nunca se cansó de oír, así como la corta e inmodificable serie de personajes que nunca paró de admirar, a Carlos Jaime le gustaba retomar conversaciones que se habían entablado tiempo atrás. Una de nuestras preferidas giraba en torno a la frase « si un árbol cae sin que nadie lo haya visto o escuchado ¿cae realmente? ». Carlos Jaime era partidario del sí. Yo del no. Él decía que era obvio, yo le reconocía que el problema era la frase, que si se dice que un árbol cae, pues no se puede decir lo contrario. Pero que si « en la realidad » el árbol caía y nadie lo sabía, pues era como si este no lo hubiese hecho. Pueden intuir la cantidad de argumentos y contraargumentos. Nos encantaba escucharnos para intentar luego razonamientos más afilados. Una partida de ajedrez sobre un tablero infinito.

Hoy entiendo mucho mejor su posición y me digo que esa separación entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la realidad del árbol y la del que lo escucha, es sólo una trampa lógica abusiva. Sus razones impregnan mi percepción. Sin embargo, tengo que decir que sigo estando en descuerdo. Para mí, en la distancia, Carlos Jaime continúa estando allí: nunca lo escuché caer.


Bruselas, 13 de octubre, 2011